Hacía rato ya que los pasajeros del bimotor habían notado el mal fucionamiento de uno de ellos cuando, de repente, se produce la explosión, convirtiendo la hélice y parte del ala en una bola de fuego. El pasaje del avión era, ahora, víctima de la histeria colectiva. El comandante de vuelo, sumido en un grado total de impotencia, solicitaba de sus subordinados la colaboración para preparar a los ocupantes, ante un aterrizaje forzoso. Había visto, muy cerca, un claro donde sabía que tenía que hacer posarse a semejante pájaro mecánico, herido en una de sus extremidades superiores.

Había alcanzado un nivel y ángulo de horizontalidad bastante bueno, cuando el tren de aterrizaje tomó tierra. Sabía que, las ruedas, no le iban a servir de mucho, pues quedarían amputadas a poco que rodaran por semejante terreno; pero al menos, pararían el primer impacto, con la toma de contacto. Así fue y cuando parecía que el fuselaje iba a guantar la temperatura por fricción, un árbol apareció, de repente, en la trayectoria del ala que aún se conservaba entera, provocando que ésta se destrozara, por completo, al tiempo que hacía que el avión se pusiera a dar vueltas y trombos, sobre si mismo. Otro de los rascacielos de la selva puso fin a la agonía del aparato. La explosión rompió el equilibrio acústico del lugar, que sumado a la deflagración y a las llamas, provocó la estampida de más de uno de los habitantes irracionales del paraje. Una sucesión de explosiones, en cadena, evitó el incendio forestal.

A lo lejos una figura humana, de no se sabe qué procedencia, observaba los acontecimientos, desde la rama de una arbol.

Era un hombre alto, de complexión atlética, de cabello largo y negro. Como única prenda de vestir, una tela cubría su bajovientre y un cuchillo, de hoja larga y enfundado en cuero, colgaba de su cadera derecha. Sobre su espalda, un chimpancé se acomodaba encima de sus hombros, rodeando el cuello humano con sus extremidades inferiores. La mano izquierda del hombre sujetaba un bejuco, que distaba mucho de guardar perpendicularidad con el suelo. Ahora la acompañó con la derecha y agarrándose fuertemente, al vegetal elemento, se dejó caer en el aire, como si de un columpio se tratara, a la velocidad que la Gravedad le permitía alcanzar. Otro sonido volvió a romper la armonía del lugar, un sonido gutural con una increíble combinación de altos y agudos, que sólo podía ser emitido por alguien con una gran capacidad pulmonar. Tras la primera liana aparecía otra y luego otra que iban cumpliendo idéntica función y en menos tiempo que lo hubiera hecho otra persona, por vía terrestre, alcanzó el lugar de los hechos, apeándose de un árbol con la misma facilidad que el que se apea de un autobús.

No había rastro de vida humana. Cuerpos mutilados, quemados, aparecían esparcidos por el contorno.

De repente, su oído detectó el gemido de alguien. No era de nigún animal. Conocía todos y cada uno de los sonidos de la selva. Se volvió hacia el lugar, de donde provenía y se encontró con el cuerpo magullado de una chica, caído sobre un montón de hierba, ese tipo de hierba alta que el río se encarga de nutrir con sus abonos y minerales.

La curiosidad hizo acto de presencia en la mente del macho. Su cuerpo era frágil, de piel delicada y blanca, sus cabellos largos, como los suyos, pero más finos y rubios. Su cuerpo definía unas curvas que él no era capaz de reconocer en el suyo, pero que empezaban a atraerle de forma desmesurada. Las manos masculinas midieron los pechos femeninos sin ningún tipo de pudor, comparándolos con los propios. Con una serie de gestos y movimientos, pectorales, trató de conseguir que los suyos adquirieran el mismo volumen pero no hubo forma. Entonces se dio cuenta de que, como en las demás razas de animales, en la de él también había hembras. Ahora cambió lo que antes eran desconsiderados manoseos en suaves y tiernas caricias dactilares, que recorrían la piel, centímetro a centímetro, hasta culminar en los pezones. Había acabado de rasgar, pues se interponía en su camino, la parte superior del vestido, pero al llegar al sostén tuvo que comformarse con desplazarlo, hacia arriba, ante la imposibilidad de romperlo. Tras un largo acariciar, volvió al intento con el elástico del sujetador, hasta el punto de soltarlo, de golpe, contra la delicada piel de la chica, cosa que provocó un violento despertar en ella, hasta donde le permitía el aturdimiento.

Sus ojos se abrieron. Una silueta humana aparecía ante ellos, a muy poca distancia. Las formas y el estado de aquel ser le cortaron la respiración, volviendo a perder el conocimiento. Fue meneada, zarandeada, pero no despertó. Levantada en volandas, la acomodó sobre su hombro derecho y se dirigió hacia el árbol, por el que había aterrizado. Trepó por el, acompañado de su chimpancé y volvió a repetir el mismo recorrido, pero en sentido inverso y esta vez, en lugar de un simio, llevaba una hembra sobre sus hombros, su hembra. Esta vez, el trayecto fue más largo, por lo que el viaje duró más tiempo.

El regreso, al mundo de los vivos, fue algo más humedo en esta ocasión, pues era agua lo que sus ojos veían, ahora, al abrirse. Una gran cascada de agua, que provenia de una gran hoja de parra, bañaba toda su cara y sus cabellos, lo que puso fin a un sueño, un sueño que empezaba a espantarla, se ahogaba en el mar. Tras proferir un grito de pavor se incorporó, llevándose el puño a la boca, pero esta vez ya no se desmayó; el agua había hecho circular la sangre por todo su cuerpo impidiéndole el desvanecimiento. Intentó correr, hacia Dios sabe dónde, pero fue retenida. Intentó golpear, con los puños, el pecho del que creía su raptor, pero sus muñecas fueron inmovilizadas y volvió a volar sólo que, esta vez, sin avión. Amerizó en un pequeño estanque. Esto la encolerizó, la sacó de sus casillas, abandonó el líquido elemento y se dirigió a él con determinación. Su mano derecha, abierta, golpeó en el rostro del hombre, al que ahora pilló desprevenido y volvió a volar. Cansada ya de tanto baño inesperado, no dudó en repetir la acción anterior pero, en esta ocasión, no llegó a su fin. Fue atrapada, pero no por las muñecas. De repente se vio doblada, boca abajo, sobre el antebrazo izquierdo de su enemigo y sujetada contra la cadera del mismo lado. Un momento, aquella situación le sonaba a familiar aunque en esta ocasión más incómoda, por la falta de apoyo de cualquiera de sus extremidades y por la pérdida total del control sobre el equilibrio.

Tiene gracia, estaba a punto de ser azotada por un personaje, descendiente de sabe Dios qué personajes y más parecido, en sus modales y comportamiento, a un mono que a un hombre. Iba a ser azotada por aquel ser, al igual que lo había hecho su padre, años atras, al cometer alguna de sus travesuras.

No se lo podía creer, después de todo le hacía gracia. Pero no le hizo tanta cuando sintió el primer azote. El vestido aún le cubría la parte trasera del cuerpo, pero el agua se lo había ceñido al cuerpo, como si de goma se tratara. Agua que había saltado de la tela, del mismo modo que si la palmada hubiera sido contra la superficie del estanque. El impacto le escoció, lo que provocó su primera protesta, que de nada le sirvió. Los azotes iban sucediéndose y aumentando, paulatinamente en intensidad y en velocidad. Apenas tuvo tiempo para notar otra sensación que no fuera la del dolor. En algún momento, durante el castigo, su mano derecha intentó cubrir la zona dañada, pero un aumento de la inclinación en la parte superior de su cuerpo, la obligaron a llevar, instintivamente, la mano a su posición original, por la falta total de equilibrio. Haciendo acopio del resto de sus fuerzas, empezó a patalear, en un último intento por escapar de la situación. Pero lo que consiguió fue un mayor estrechamiento de su cintura contra la cadera del azotador, además de una mayor fuerza en los impactos. Su trasero empezaba a arder, aquello no acababa. Sólo cuando se le insensibilizó, empezó a notar ese calor interno que ella ya conocía y que empezaba a invadir el interior de todo su cuerpo. Los gritos, llantos y pataleos fueron menguando, a medida que dicho calor avanzaba, hasta convertirse en debiles ayes, que más eran de placer que de dolor. No pudo llegar al cllimax, pues él advirtió tal cambio de actitud colocándola, ahora, en posición vertical. Estaba exausta, intentó sentarse sobre una roca. Imposible, su pompis era una verdadera brasa, lo que la hizo reincorporarse a la velocidad del relámpago, cosa que él aprovechó para sujetarla por la nuca y la mandíbula y arrimar sus labios a los de ella.

Eso si que no! Sabía que si se dejaba llevar, la haría suya completamente, en cuerpo y alma. Pero tampoco lo pudo evitar. Ahora tenía que abrir la boca, Tarzán presionaba su nariz, con el rostro. Inevitablemente, sus lenguas se encontraron, haciendo que el extremo de la suya, acariciara el paladar de Jenny. Jenny, ahora entregada, sabía que había perdido la batalla, cuando la atracción mutua se había desbordado. Sabía perfectamente que él tenía bien sujeto el control de la situación, al igual que había tenido sujeto su cuerpo, momentos antes. Ante sus ojos se abría un nuevo escenario de la vida, en la naturaleza, sano, atractivo, pero con mucho camino por abrir y recorrer.


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