Escrito por: Joëlle



Tengo 37 años y me doy cuenta ahora que mi padre era un azotador inveterado, y que se sirvió de mi para satisfacer su pasión por las azotainas. Incluso podría decir que me ha legado esa pasión, ya que la azotaina se ha convertido en uno de mis juegos sexuales favoritos. Ahora os cuento...

Cuando era niña, la azotaina se limitaba a un par de cachetes en el trasero mientras permanecía vestida y de pie. Hacia los 12 años, mi cuerpo cambió, y las azotainas también.

Recuerdo mi primer verdadero azote. Había soltado un taco a mi padre y este me dijo: «te voy a dar unos azotes de verdad, ¡acércate !» No sabía muy bien lo que se me venía encima y me acerqué tímidamente. Me cogió por la cintura y me tumbó sobre sus muslos. Me agarró con tanta fuerza que mi falda de colegiala se levantó por los aires. Estaba tremendamente avergonzada de que mi padre viera mis braguitas. Horrorizada, sentí sus manos recoger mi falda hasta la cintura y luego inmiscuirse bajo la banda elástica de mis bragas. Cuando sentí que me las estaba bajando, y que mis nalgas quedaban desnudas y ofertas a la mirada de mi padre, una vergüenza terrible se apoderó de mí y le supliqué que no me diera aquel azote.

Sentí un fuerte cachete abatirse sobre mis nalgas y solté un grito de dolor. Ese golpe fue seguido por muchos otros. Cada sopapo enrogecía mi trasero e incrementaba mi vergüenza. Una vez la azotaina dada por concluida, tuve que levantarme y, con la falda todavía recogida y las bragas todavía bajadas hasta las rodillas, ponerme cara a la pared. En esa posición lloriqueé durante un buen cuarto de hora, mientras sentía el escozor en mis nalgas e intuía la mirada de mi padre.

Aquel tipo de azotaina se repitió con bastante frecuencia y sin muchas variaciones. Cuando vestía pantalones, tenía que bajarlos antes de recibir los azotes, y luego sufrir una regañina en bragas y con los pantalones bajados hasta las rodillas. Cada azotaina era seguida por una estancia contra la pared. Tener que caminar medio desnuda y con el trasero ardiendo agravaba mi humillación.

Luego llegó la adolescencia, y mi deseo de rebeldía se intensificó. Eso me costó numerosos castigos de todo tipo.

Había la azotaina del sábado por la noche, que recibía después de algunos avisos durante la semana ¡y después del partido de fútbol! Tenía que tomar un baño y vestirme de camisón largo, con solo unas braguitas por debajo. Aquella azotaina tenía lugar en mi habitación. Mi padre se sentaba sobre la cama mientras yo tenía que permanecer de pie en frente de él y escuchar sus reprimendas. Tras la regañina colocaba unas almohadas en medio de la cama. Tenía que tumbarme por encima y dejar que mi padre, sentado a mi lado, recogiera mi camisón hasta mi cintura. Sentía sus manos rozar mis nalgas y desnudarlas bajándome las bragas por las piernas. Luego había una nueva regañina durante la cual mi padre debía delectarse a la vista de mi joven trasero que se ofrecía a él. Al fin y al cabo empezaba la azotaina... una larga azotaina, con tiempos de descanso durante los cuales yo tenía prohibido moverme.

A las azotainas manuales se añadieron pronto los azotes con una regla. En general, aquellos tenían lugar en la cocina: ¡mi padre solía asociar cada cuarto de la casa a un instrumento determinado! Tenía que tumbarme encima de una silla, de manera que mis nalgas queden bien en evidencia, y con las manos sujetando los pies de la silla. No era una postura muy confortable, porque sólo mis pies tocaban el suelo. Mi padre me obligaba a recoger yo misma mi falda o a bajarme los pantalones, pero siempre le gustaba hacerse cargo personalmente de las braguitas.

Recibía unos golpes de regla preparatorios sobre mis bragas, y luego estas últimas acababan bajadas hasta mis rodillas. Entonces los golpes se abatían directamente sobre mis nalgas desprotegidas. Había momentos en los que me costaba seguir sujetando los barrotes de la silla tanto me dolía.

Sobre los trece o catorce años, las azotainas empezaron a provocarme sensaciones diferentes. Durante los azotes, en vez de sentir únicamente el dolor y la vergüenza de estar así medio desnuda delante de mi padre, también empezé a experimentar cierta excitación. El calor de mis nalgas se esparcía de manera extraña hacia mis partes íntimas. En general, una vez terminada la azotaina, me entraban unas tremendas ganas de masturbarme. Lo hacía y alcanzaba el orgasmo con bastante rapidez.

A las azotainas se añadieron más tarde las sesiones de palmeta. Al principio era menos excitante porque la sensación de pellizco era muy intensa y dolorosa. Pero una se acostumbra a todo. La sesiones de palmeta castigaban las faltas las más graves, cuando realmente me pasaba de la raya. Hay que decir que la raya era bastante fácil de atravesar.

En general, tenía que quitarme la falda y las bragas. Luego cabían dos posibilidades.

La primera era que tenía que recoger mi jersey o mi blusa para exponer bien mis nalgas y el bajo de mi espalda, y tumbarme sobre la mesa del despacho de mi padre. Mi piel adhería a la superficie de madera lisa, el olor a cera invadía mi olfato. Sentía el miedo de saber que la palmeta, inevitablemente, iba a abatirse sobre mi trasero. Oía el silbido y sentía la brutal quemadura. Mi padre me enrogecía el culo de manera muy metódica, cubriendo toda la superficie. El peor momento era siempre la segunda racha de golpes: la palmeta se abatía entonces sobre mi piel yá magullada.

El segundo método era, de cierta manera, aún más humillante. Después de haber retirado completamente mi falda y mis bragas, tenía que agacharme y agarrar mis tobillos, exponiendo a la vista de mi padre no sólo mis nalgas sinó también mis partes íntimas. Además, debido al impacto y a la fuerza de los golpes con la palmeta, era muy difícil conservar el equilíbrio. Mi padre sabía dosificar los golpes. A menudo interrumpía el castigo para darme un respiro, para después volver a empezar. Me obligaba a contar en voz alta los golpes que recibía, bajo la amenaza de recibir unos cuantos más. Durante la segunda racha, no era fácil mantener la cuenta debido al intenso dolor.

A pesar de todo, con el tiempo esas sesiones también me produjeron una cierta excitación. No a causa del dolor, sinó a causa de la sumisión, del hecho de quedar así expuestaŠ Es un poco raro pero es así.

Y así transcurrió mi adolescencia, marcada por una multitud de azotainas de toda clase. Al parcer, mi padre consiguió explorar casi todos los aspectos de su fantasía utilizándome, ya que me daba como mínimo tres azotainas por semana. A menudo eran más, y no recuerdo haber escapado ni una sola vez a los tradicionales azotes del sábado por la noche. En aquellos momentos, mi madre nunca estaba presente pero nunca olvidaba delatar ante mi padre la menor falta que yo cometía. Sé que el sexo era un tema de broncas entre ellos cuando yo era pequeña. Retrospectivamente, creo que yo fui el expiatorio de las pulsiones sexuales de mi padre.

Algunas azotainas resaltan todavía particularmente en mi mente, y a veces utilizo aquellos recuerdos para masturbarme. O mejor: los reconstituyo con mi amante. Os cuento una azotaina memorable:

Una azotaina con pantalones cortos de vaquero, cuando tenía dieciséis años. A pesar del tiempo transcurrido desde entonces me acuerdo perfectamente de esa azotaina porque fue una de las mas humillantes que recibí.
Estábamos en verano y había obtenido el permiso de salir con mi pandilla de amigos, a condición de estar de vuelta a casa antes de las once de la noche. Mi padre era muy estrictosobre la cuestión de los horarios. Cualquier retraso era pasible no de una simple azotaina, sinó de la palmeta. Para salir había puesto unos vaqueros cortos y un pequeño «halter top» bajo el cual tenía que llevar un sujetador, ya que mis padres me prohibían salir de casa sin ello. Era terrible, ya que los tirantes del sujetador sobresalían y anulaban todo el «sex-appeal». Por supuesto, nada más llegar a casa de mi amiga retiré el sujetador y lo guardé en mi bolso, prometiéndome no olvidar de volver a ponerlo antes de regresar a casa.

Como era previsible, tuve que volver a casa corriendo para no llegar tarde y padecer las consecuencias, y el sujetador permaneció en mi bolso.

Para colmo, mi padre estaba en el cuarto de estar con mi tío y me llamó para que viniera a saludarle. En aquel momento me dí cuenta de mi olvido. Era bastante patente ya que mi «halter-top» era de algodón. «¡Carajo!» pensé. Pero no había escapatoria, ya que era totalmente inconcebible hacer esperar a mi padre. Temblando y con las manos sudorosas, entré en el cuarto de estar.

Inmediatamente, mi padre gritó : «¡pero que diablos haces vestida como una puta!» Empezé a tartamudear e intenté formular algunas explicaciones, sin éxito. Mi padre me ordenó que fuera a cerrar las puertas del cuarto de estar, unas grandes puertas de madera. Sabía perfectamente lo que aquello significaba y me eché a llorar. Estaba muy molesta de encontrarme en esa situación delante de mi tío, que era el hermano menor de mi padre y que sólo tenía unos treinta años.

_Sabes lo que te espera, ¿a que sí? dijo mi padre.

_Sí, contesté con una voz debilísima.

_Entonces, tu tío se va a quedar para que vea como se educa a las jóvenes desvergonzadas como tú.

_¡No Papá! ¡Por favor, eso no!

_¡Ven aquí!

Me acerqué a él. Me ordenó que desabrochara mis vaqueros. Mi pantaloncito corto era muy sexy, como una segunda piel. Mi padre me dijo que lo bajara. Tuve cierta dificultad en hacerlo llegar hasta las rodillas. Sentía la mirada de mi tío sobre mis nalgas bien ajustadas en mis braguitas bikini.

Entonces, mi padre me hizo bascular sobre sus muslos e inmediatamente sentí su mano inmiscuirse debajo del elástico de mis bragas. En pocos segundos mi ropa interior se reunió con mi pantalón corto alrededor de mis rodillas.

Mientras me sujetaba por la cintura, mi padre empezó a explicar a mi tío como una buena azotaina en el trasero desnudo era el único método eficaz de disciplina. También le explicó todas las variantes que utilizaba. Yo intuía la mirada devoradora de mi tío sobre mi trasero. Mi padre me hizo inclinar hacia delante para que tuviera el culo bien alto.

Me propinó una fuerte azotaina, hasta que mis nalgas se quedaran rojas y que llorara de vergüenza y de dolor. A veces él dejaba de pegarme para formular delante de mi tío comentarios sobre el color de mis nalgas. ¡Diablos!

Cuando dejó de azotarme, yo creí que todo estaba terminado. Pero no era el caso: mi padre me hizo levantar y me ordenó que retirara mis shorts y mis bragas. No quería, pero me dijo: «¿Ah no? ¿Quieres que te dé con la palmeta?» y empezó a contar hasta tres. Rápidamente me despojé de mis shorts vaqueros y de mis bragas. Me encontré de pie, vestida sólo de mi «halter» corto y de mis sandalias blancas, las nalgas enrojecidas y el pubis muy visible.

Tanto mi trasero como mis mejillas estaban ardiendo. Mi tío me miraba detalladamente. Mi padre me anunció que yo iba a recibir diez golpes con la regla para completar el castigo. Ni siquiera protesté: sólo tenía ganas de que esto acabara yá de una maldita vez. Me hizo inclinar hacia delante y agarrar mis tobillos. De esa manera, mi sexo quedó expuesto ante él y mi tío. Entonces me propinó diez buenos golpes con la regla. Para terminar tuve que darle las gracias y ponerme de rodillas en un rincón, con mis nalgas rojas bien expuestas.

Recuerdo varios azotes más, pero los dejaré para otro texto que escribiré dentro de poco. Una azotaina que se destaca de manera particular en mi memoria es la que fue la última.

El regimencillo de las azotainas duró hasta que cumplí los veintiún años. Parece ridículo haber recibido azotes hasta una edad tan avanzada, pero hay que tener en cuenta el contexto: estaba sometida a mi padre, creía que no había discusión posible. Y debo confesar que los azotes no me venían mal del todo. Con veintiún años todavía era virgen. No conseguía decidirme en consumir el fruto prohibido...

Aquel día, tenía una cita con mi novio. Saber que tenía novio exasperaba a mi padre. Pero no podía oponerse: yo yá era mayor de edad.

Como si hubiese leido mis pensamientos, antes de que saliera hacia la cita me convocó en su despacho y me sermoneó sobre la grandeza de la virtud. A pesar de mis vehementes protestas, acabé de nuevo sobre sus rodillas, con la falda recogida y las bragas bajadas hasta los tobillos. Me palpó las nalgas y empezó a darme la azotaina. Cada cachete creaba una sensación de calor en mi trasero, sensación que se extendía hasta mi vagina que, con cada golpe, frotaba sobre los muslos de mi padre. Eso me procuraba todo tipo de sensaciones. De repente, me olvidé de todo, excepto del calor de mi trasero y del de mi coño. Cerré los ojos para aprovecharlo plenamente, y súbitamente fuí invadida por un orgasmo tan intenso que me sacudió el cuerpo entero. Ante mi goce aparente, mi padre se interrumpió de repente. Me puso de pie y, sin decir una sola palabra, se marchó de la habitación.

Aquella noche, me encontraba en un estado de excitación evidente. Tenía unas ganas tremendas de gozar. Cuando mi novio empezó a hacerme sus propuestas habituales, en vez de rechazarlas como siempre me mostré receptiva a sus deseos e hicimos el amor. ¡Desde luego, mi primera vez no me salió tan mal!

Mi padre y yo jamás hemos hablado de todo esto. Pero después de aquel día nunca más volvío a azotarme. Poco después me fuí de casa. Tardé muchos años en poder abordar el tema de la azotaina con un amante, y en poder finalmente practicarla como un acto sexual. No necesito realmente un azote antes de cada relación pero es mi práctica sexual favorita. Todo eso a causa de mi padre.


(Muchísimas gracias a Joëlle y a la página de azotes franco-canadiense La Fessée classique por autorizarme a traducir y a publicar este testimonio) .

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